Tal vez sea la tranquilidad que me da el rugido de las olas, la brisa con sabor a sal que acaricia el rostro o la sensación de la arena envolviendo los pies, lo cierto es que el mar me da paz. Podría verlo horas y no cansarme (justo como en este momento) y vivir en sus orillas sin pedir nada mas.
Como sea el agua siempre me ha llamado, ya sea un mar turquesa que golpea furioso la arena blanca, un lago de azul intenso que se pierde mas allá del horizonte o un poderoso río que divide dos países. El agua es para mi casi tanto como el aire que respiro.
Tal vez sea porque yo nací y crecí a orillas de un río, que estación tras estación vi crecer y decrecer sin cesar marcando el paso de mi vida, que ver el agua correr se ha vuelto un viaje al pasado y a épocas de seguridad. No lo se, pero ver al gran pelicano gris volar a ras del agua atrapando sus presas me arranca una sonrisa del rostro.
El mar, caprichoso, no me ama como yo a él (o tal vez es como dice el viejo, la mar), y me ha tratado de llevar mas de una vez. Por eso lo respeto y le temo como me es necesario.
El atardecer cae y como procesión, los bañistas desaparecen, para dar lugar a los corredores o aquellos que no salen hasta que cae la noche. Pocos se quedan a ver como el cielo cambia de color, las gaviotas vuelan como suspendidas en el aire sin moverse como para despedirse y las primeras luces del hotel se comienzan a encender.
No vengo mucho al mar, porque cada vez que me despido de él me duele mas y mas.
0 comentarios:
Publicar un comentario